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Osvaldo Baigorria
«"Fui à floresta viver de livre vontade, para sugar o tutano da vida. Aniquilar tudo o que não era vida. Para, quando morrer, não descobrir que não vivi.
(David Henry Thoreau)



En Sade, Fourier, Loyola, Roland Barthes conjetura que lo que define específicamente a la utopía es “la imaginación del detalle”. Esto le parece lógico, ya que “el detalle es fantasioso y hace realidad a este respecto el placer mismo del Deseo”. Si queremos describirla en detalle, una sociedad o comunidad intencional es exactamente aquello que el deseo implícito en su rótulo sugiere: un grupo que se asocia deliberadamente en un contexto residencial o cuyos integrantes se sitúan lo bastante próximos para acoplarse en actividades comunes. Tuve el raro privilegio de observar la interacción de esa fantasía con la realidad en una experiencia personal en los bosques canadienses, entre los años 1970 y 1980, dentro de una comuna que a su vez era parte de una comunidad más amplia denominada Argenta.

La elección del nombre no fue intencional –al menos, no provino de los dos argentinos que vivieron en la comunidad, uno de los cuales fui yo–. Tuvo su origen en una mina de plata (argent, en francés) que atrajo a miles de ex buscadores de oro en la década de 1910, mineros que al instalarse en la zona demandaron hoteles, bares y burdeles. Tras el agotamiento de la mina, el lugar se fue despoblando y hacia 1950 apenas quedaba allí una familia practicando agricultura de subsistencia.

En estos años comienza la historia de la comunidad propiamente dicha, cuyo crecimiento fue parte del movimiento contracultural de la costa oeste del Canadá. Para que entendamos de qué región biosociocultural se trata: Argenta está situada a unos 900 kilómetros del Océano Pacífico, sobre el paralelo 50 norte, a orillas del lago Kutenai y al pie del Monte Willet, dentro de la Columbia Británica; pero en las vastas distancias canadienses eso aun puede ser considerado costa oeste, como lo es el amplio estado de California para Estados Unidos. La Columbia Británica tiene nexos históricos con El Dorado californiano, ya que apenas empezó a enfriarse la fiebre del oro decenas de miles de americans derivaron hacia el norte en busca de metales preciosos y se instalaron en toda la porción de costa del Pacífico que se extiende desde la isla de Vancouver hasta Yukón y Alaska. Durante los años 1920-40, el mismo derrotero fue seguido por los taladores de árboles, en una verdadera fiebre de la madera que explotó comercialmente las coníferas. Luego, entre las décadas de 1950-70, un tipo de migración diferente, motivada por el rechazo a las guerras de Corea y Vietnam, pobló estas zonas con refugiados de ese amplio arco ideológico llamado “la contracultura”.

Los pioneros de esta última fase fueron cuatro familias cuáqueras de California que –según la leyenda fundante– llegaron a Argenta en 1952 después de manejar 2500 kilómetros en tres Ford modelo A y un camión Chevrolet 1937; venían en fuga del macartismo, de la proliferación nuclear y de la invasión a Corea, luego de haberse negado a pagar impuestos en su país para financiar la guerra y de otras acciones de desobediencia civil inspiradas en los consejos de Thoreau un siglo antes. Luego arribaron otros miembros de la Sociedad de Amigos, nombre oficial de la comunidad cuáquera, desde distintos lugares de América del Norte y Europa.

Los cuáqueros norteamericanos de esos años ya están lejos de ser, como supone el estereotipo tradicional, una secta de puritanos rígidos, enemigos del teatro, la danza y el juego; por el contrario, desarrollaron una mirada amplia y tolerante de la diversidad aun en tiempos de revolución de las costumbres. Tenían principios de ayuda mutua: establecieron una cooperativa a la que cada miembro contribuía con el 50% de sus ingresos y de su tiempo de trabajo, para ayudarse a construir las primeras casas y una escuelita rústica, gestionada por los propios padres, para experimentar con una educación alternativa y evitarle a sus hijos el “lavado de cerebro” de la escuela oficial. Más tarde, cuando llegaron otros refugiados a la zona, el vínculo comunitario que encontraron en Argenta tenía la nítida marca del cristianismo cuáquero, centralmente pacifista, ecologista y desconfiado de las instituciones del Estado.

Entre los refugiados no cuáqueros se destacó un inglés que instaló la primera planta hidroeléctrica, con fondos propios, en base a una herencia proveniente de la indemnización que recibió su familia por la expropiación de una estancia en la Patagonia durante el gobierno de Juan D. Perón. Su nombre era Hugh Eliott. Era una suerte de ingeniero autodidacta que vivió en China antes y después de la revolución de 1949, llegando a enseñar sistemas hidroeléctricos en las universidades de ese país. Luego de recibir aquella herencia de origen patagónico, se casó y decidió retirarse a una zona rural de Canadá. Arribó a Argenta a mediados de los años 50, cuando aún no llegaban los cables de alumbrado y estableció su propia usina, una planta hidroeléctrica casera que le sirvió no sólo para autoabastecerse sino también para suministrar electricidad a bajísimo costo a los cuáqueros y otros nuevos residentes; fue un emprendimiento sin fines de lucro que favoreció enormemente la instalación de gente en la zona. Después de la muerte de Eliott, la usina se transformó en cooperativa. Aún hoy abastece de electricidad a cuarenta hogares, a un costo promedio de mantenimiento de línea de $ 5 (dólares canadienses) por mes, incluido el uso de electrodomésticos de alto consumo, tales como cocinas y lavarropas.

La escuela –al principio sólo era primaria, luego secundaria– se financió con estudiantes que enviaban otros cuáqueros que vivían en distintos lugares de Canadá y EE UU. También se construyó un edificio comunitario, llamado Centro Rural, deshabitado la mayor parte de la semana, donde se celebraban reuniones, fiestas, etc. Cada residente manejaba sus ingresos propios y se ocupaba (o no) de conseguir trabajo en la industria forestal o de ganarse la vida por otros medios. Esta es la estructura social que encontraron los siguientes refugiados, los hippies, disidentes, desertores e infractores de la guerra de Vietnam que arribaron a fines de los años sesenta.


Comuna y comunidad[]

De modo que el sentido de comunidad en Argenta no creció en base a la propiedad social de la tierra aunque sí gracias al cultivo de formas alternativas de encuentro: cada familia se compró su propio terreno, algunas se asociaron en nuevas cooperativas o condominios y algunos grupos también formaron comunas que, si bien eran minoritarias dentro del vecindario, expresaban de modo intenso el espíritu de la época; todo esto es lo que hacía que la comunidad fuese intencional. La diferencia con una “comunidad circunstancial” como la de cualquier pueblo, barrio o suburbio, o incluso el consorcio de un edificio, es que en estos casos los sujetos viven en proximidad por azar o destino sin sentirse comprometidos a ser parte activa del grupo; la asociación parece haber sido impuesta sobre los residentes, que pueden participar en reuniones por obligación y a desgano. En sentido estricto, el par de términos “comunidad intencional” se desarrolló en América del Norte después de la II Guerra Mundial, cuando algunos militantes del movimiento cooperativista en auge se asociaron en forma de red en una Fellowship of Intentional Communities (hoy aparecen unos 500 grupos anotados en el Intentional Communities Directory, abarcando poco más de diez mil miembros). Esos términos también fueron utilizados por algunos activistas del movimiento de viviendas cooperativas canadienses que tuvo un rápido crecimiento en las décadas de 1960-70. Las cooperativas de vivienda son unidades de gestión de casas, e incluso barrios enteros, en las cuales cada miembro paga una cuota mensual y tiene derecho a habitar el lugar de por vida y a dejarlo en herencia a sus hijos –por supuesto, si ellos también quieren ser socios de la cooperativa–. Uno no puede vender el inmueble, pero lo que paga por él es muchísimo menos que un alquiler habitual y nadie puede echarlo de allí mientras siga siendo miembro de la cooperativa.

De modo que una comunidad intencional no es una comuna en el sentido marcado por el estereotipo, en donde varios sujetos viven bajo el mismo techo e intentan compartirlo todo: la pareja, la cama, la ducha, la toalla y el jabón. Es más un espacio de vecindad, de proximidad entre personas afines, con áreas colectivas e individuales definidas. Uno compra, alquila, ocupa una vivienda en una zona donde están sus amigos o aquellas personas con proyectos, deseos, gustos, sensibilidades compartidas. Y colabora con el desarrollo de iniciativas sociales: un espacio central para reuniones, un cine o video club, una huerta colectiva, un período de tiempo de trabajo para asistir, en forma rotativa, a las necesidades de todos. Costumbre ancestral de las comunidades indígenas: un día le toca a un vecino que necesita reparar su techo; a la semana siguiente, otro día para aquel que tiene que levantar una nueva pared; todos acuden voluntariamente a esta jornada de trabajo semanal y a todos les toca ser ayudados alguna vez.

Así se hacía en Argenta al menos hasta principios de los años noventa. Por ese entonces residían unas 150 personas, entre parejas gays y heterosexuales, con o sin hijos, individuos solos y algunas comunas y cooperativas. Yo vivía en una comuna de siete u ocho personas dentro de la estructura más amplia que llamábamos “comunidad”. Ese grupo era más radicalizado, compuesto fundamentalmente por ecoanarcopacifistas; la comunidad, en cambio, era más heterogénea. Luego la comuna se disolvió pero la comunidad continúa existiendo.

Hoy Argenta consiste en unas cincuenta casas y cabañas extendidas en un radio de 5 a 7 kilómetros en torno al edificio del Community Hall, centro de fiestas y reuniones, oficina de correos, cartelera y punto de canjes e intercambios. Si bien el impulso comunitario se ha debilitado, se mantiene la intención de cuidar el espacio, el interfase, el juego suficiente entre la inclinación individual y el interés colectivo; como diría Fourier, la armonía.


El linaje fourierista[]

Si quisiéramos rastrear el linaje político-cultural de este amplio concepto de comunidad quizá llegaríamos al siglo XIX, cuando el fourierismo empezó a influir sobre los pensadores trascendentalistas de Nueva Inglaterra, como Henry David Thoreau y Ralph Waldo Emerson. Los trascendentalistas, nombre que recibieron los asistentes a aquel grupo de amistad y afinidad intelectual de Boston llamado Trascendental Club, suponían que la oposición entre naturaleza y cultura no era de carácter esencial y podía zanjarse construyendo un modelo social más equilibrado entre el entorno natural y la sociedad humana. Walden o la vida en los bosques fue escrito por el más famoso de esos clubmen, Thoreau, el referente central del movimiento de éxodo al campo, de vuelta a la tierra, de intento de salida de la sociedad urbano-industrial del siglo XX.[1] Emerson, por su parte, escribió en el tratado Nature una rapsodia a la autonomía de la conciencia individual frente a la normativa social, una conciencia sólo subordinada a la naturaleza y que sostiene un individualismo radical ante las instituciones a fin de recuperar o reparar el vínculo primigenio con el orden natural.

De esos fundamentos surge la idea de desobediencia civil de Thoreau, que se expresa en su conocida frase de la época de la guerra de EE UU contra México: “Si alguien marcha a un paso diferente al de sus semejantes, debe ser porque escucha el ritmo de un tambor diferente”. O su declaración anarcoindividualista en el opúsculo Desobediencia civil: “Declaro silenciosamente la guerra al Estado, una guerra que libraré a mi modo, aunque también usaré al Estado y me aprovecharé de él como pueda, tal como se acostumbra hacer en estos casos”.

La desobediencia civil tiene un parentesco sanguíneo con el éxodo, al que Paolo Virno también ha llamado exit, salida. Ambos términos –desobediencia y éxodo– serían formas básicas de acción política de la multitud, dado que ambas cuestionan la facultad de mando del estado. El exit (un graffiti en las paredes argentinas de los años ochenta decía: “en este país la única salida es: autopista Richieri, Ezeiza, su ruta”) sería un tipo de acción política que se manifiesta no tanto como protesta sino como defección. Nada es menos pasivo que una fuga, una deserción, un éxodo, dice Virno: se trata de “una inversión desprejuiciada que altera las reglas de juego y hace enloquecer la brújula del adversario”.[2] Este impulso podría detectarse en procesos tan heterogéneos como la fuga de masas de obreros norteamericanos de mediados del siglo XIX hacia la colonización de tierras de bajo costo en la frontera, así como también en la elección del part time y la precariedad laboral dentro de la fuerza de trabajo juvenil de los países industrializados en la década de 1970. Para Virno, en el éxodo habría una riqueza latente, una mayor exuberancia de posibilidades que en la resignación forzada y desesperante a la consigna “todo lo que tenemos para perder son nuestras cadenas”.

Podemos observar en el hippismo de los años sesenta y setenta la puesta en escena de un principio de deserción, de salida, de exit. Vemos allí flujos de éxodo de la ciudad, de la escuela, del destino profesional, del régimen de salario, de la familia. El prototipo es el llamado drop out, convirtiendo al verbo en sustantivo. To drop out es dejar los estudios, la carrera, el trabajo; retirarse, abandonar: una idea básica del movimiento de comunas de esos años. En estas se experimentaron modos alternativos de vida o, quizá mejor, de subjetivación: otras formas de subjetivarse, de percibirse como sujeto.[3] Esos flujos contraculturales cuestionaban sobre todo la estructuración dominante de la subjetividad. Impugnaban –quizá de modo “salvaje”– la producción seriada de formas de vivir, de comer, de coger, de vincularse con el cuerpo propio y el del prójimo. Se constituían, así, en puntos de fuga y disolución de los paradigmas normativos de personalidad: en vez de una personalidad producida en serie, normal, homogénea, en esos microlaboratorios sociales se producían sujetos desviados del centro, sujetos ex-céntricos, extravagantes, en el sentido de que tendían a ir hacia la periferia, hacia los márgenes, a salirse de los límites. Pero la excentricidad o desobediencia tenía –al menos en Norteamérica en la década del 1960– un marco histórico de referencia en la idea de armonizar con un orden trascendente, superior y anterior al Estado, a las instituciones, a la sociedad establecida. Un orden natural.

Es posible pensar a esta idea-fuerza como resultado de la convergencia entre las propuestas de Thoreau y las de Charles Fourier. Éste fue ante todo un apóstol de la armonía universal: armonía entre las personas y las cosas, armonía entre las personas y la naturaleza. Menos preocupado por la redistribución del ingreso que otros utopistas, Fourier era un enemigo del desorden y de las condiciones miserables en las que se realizaba el trabajo. Su preocupación era el orden, el orden armonioso, por cierto. Lejos de ser un ateo (criado en dos tradiciones familiares, una protestante y otra católica), Fourier descreía de las religiones organizadas pero aprobaba la pasión mística, inclinándose hacia un tipo de monoteísmo naturalista que veía al universo como creación divina: “Dios creó al universo siguiendo un plan uniforme y armonioso. En consecuencia, hay una armoniosa relación entre las cosas creadas, entre la materia orgánica e inorgánica, entre el hombre y la tierra, entre la tierra y el universo”. Esta idea de un orden dado, previo a la aparición de las instituciones, ha sido una marca fuerte en el pensamiento utópico norteamericano.


El modelo y la acción[]

La página más conocida de los ensayos fourieristas yanquis durante el siglo XIX fue Brook Farm, donde se dio una confluencia práctica de las ideas trascendentalistas y fourieristas. El experimento comenzó cuando dos de los asistentes al Trascendental Club, George y Sofía Ripley, fundaron en 1841 una colonia cerca de Boston en una granja de 80 hectáreas. Los Ripley adhirieron formalmente al fourierismo en 1844, recibiendo periódicas visitas y apoyo de referentes de esa corriente, como Albert Brisbane, introductor de las ideas de Fourier en EE UU después de haber estudiado con el maestro durante dos años en París, y Horacio Greeley, un periodista convertido por Brisbane y que desde su diario The Tribune, de Nueva York, se dedicaba a difundir el ideario fourierista (para darnos una idea de la influencia de estas intervenciones: The Tribune, en cuyas páginas Brisbane escribía una columna diaria de difusión abierta de las propuestas de Fourier, tenía una tirada de 20.000 ejemplares, una cantidad enorme para la década de 1840).</ref>El fourierismo hizo su aparición en EEUU en medio de la agitación antiesclavista de los estados del Norte. Los antiesclavistas más radicales (como Wendel Philips) no proponían suprimir sólo la así llamada “esclavitud hereditaria” (tu padre era negro y esclavo y por lo tanto debías nacer esclavo) sino también abolir la “esclavitud asalariada” (la servidumbre del salario).</ref>

Desde luego, Brisbane había modificado en parte las concepciones de Fourier para adecuarlas a la realidad sociodemográfica norteamericana. En principio, redujo la inflexible fórmula de 1620 miembros necesarios para formar un Falansterio a 400 y aun menos (hacia 1844, Brook Farm admitía un mínimo de 70 personas). Además, se esperaba que los miembros de la sociedad aportaran un determinado capital, que se transformaría en acciones para generar dividendos de la producción agrícolo-artesanal. Los fourieristas yanquis cultivaron la concepción de una sociedad experimental rica, próspera, una sociedad con socios capaces de aportar capital y recursos; eran colonias, no comunas. De todas maneras, la Falange fourierista ideal nunca fue comunista: el 78 por ciento de sus miembros debían ser campesinos o artesanos, y el resto capitalistas, intelectuales, artistas. La Falange proponía abrir una cuenta a cada uno de sus socios y abonar a todos ellos los servicios que rendía, según tasas fijadas por el Consejo de Administración. El mismo Fourier había declarado expresamente: “ninguna comunidad de propiedad puede existir en la Falange”, y “la diferencia en riqueza y diversiones es necesaria para instaurar la armonía universal”. En discusiones con el utopista Robert Owen, Fourier insistía en que debía “excitarse el espíritu de propiedad” mediante cupones de acciones, así como había que garantizar la existencia de suficientes sacerdotes para ejercer el culto público en la Falange, culto que no debía seguirse por costumbre, rutina o hipocresía sino por pasión religiosa, por convencimiento de “la suprema sabiduría de Dios”. Con respecto al matrimonio, Fourier también combatía a los socialistas utópicos que querían abolirlo, y proponía su modificación gradual.

Quizá la extensión del sentido literal del término “utopía” ha obturado todos los otros sentidos y contribuyó a dar el golpe de gracia a los contenidos de esas discusiones del siglo XIX. Sin duda, ya es de mal gusto seguir haciendo leña del árbol caído.[4] Debe notarse, sin embargo, que las utopías históricas no han escapado de lo que el filósofo eurotaoísta François Jullien llama “costumbre/pliegue” de la razón en la tradición occidental, que consiste en trazar, diseñar o construir una forma ideal planteada como finalidad u objetivo, y luego lanzarse a la acción para intentar que ella ocurra en la realidad. Uno fija la mirada en un modelo de virtudes perfectas y trata de realizarlo en su obra. Así establece una distancia entre el modelo y la acción. Este, que sería uno de los gestos más característicos de los utopismos europeos (y de toda la herencia del pensamiento griego), presenta como problema el hecho de que no puede eliminar la contingencia ni las particularidades que resisten a las generales de la ley.

Un proverbio judío (es decir, proveniente de una tradición de sabiduría que tiene mucha experiencia en tierras prometidas) propone la pregunta-adivinanza: “¿Querés que Dios se ría? Contale tus planes”. Claro que hay planes y proyectos más dignos que otros, y algunos tienen la rara inteligencia de saber combinar dignidad y sensatez. Pero más sabio o eficaz sería renunciar a imponer un plan sobre el mundo y cultivar la actitud de apoyarse en el potencial inscripto en la situación. Esta es, para Jullien, la estrategia implícita en el antiguo pensamiento chino. En vez de trazar un modelo que sirva de norma para la acción, uno se deja llevar por la propensión, la inclinación del terreno, las “condiciones objetivas”; en suma, aquellas particularidades que permiten que las cosas fluyan en cierta dirección. Desde ese marco, el modelo de micro o macro transformación social –llámese socialismo utópico, comuna o falansterio– fracasaría una y otra vez en la medida en que siga siendo una forma ideal que se proyecta sobre el mundo e intenta imponerse sobre las cosas.


El duro deseo de durar[]

Para resumir: en la sociedad intencional no habría forzamientos sobre la intimidad, urgencia de utopías, voluntad colectivista, programas de control sobre la totalidad de las vidas. Sí mucho margen para la singularidad, bastante espacio entre las personas y las casas, un mejor equilibrio entre esos opuestos que llamamos lo individual y lo social. Esta es la idea. Es sólo una idea, por supuesto. No significa que deba funcionar, y mucho menos para siempre. Yo viví en aquella comunidad canadiense durante casi una década y me fui por razones ajenas a la dinámica colectiva, básicamente por razones personales, ganas de volver a vivir, créase o no, en una ciudad como Buenos Aires. A otros les ocurrió algo parecido, regresando a una vida urbana, pero también nuevos jóvenes derivaron hacia Argenta, donde actualmente viven unas 80 a 100 personas durante el invierno (la cifra se duplica en verano). Es obvio que la mística de los sixties ya no existe o no es tan masiva. Pero la intención comunitaria sobrevive.

E. Armand, pensador anarcoindividualista francés de las primeras décadas del siglo XX, discutía en su libro Formas de vida en común sin Estado ni autoridad con quienes criticaban a las microsociedades porque eran formaciones que tendían a durar poco tiempo, quizá algunas décadas en el mejor de los casos. Armand observaba con justicia que el éxito de esos experimentos no podía medirse en términos de duración. Sí de intensidad, de tensión interna, de torsión y equilibrio entre el deseo y su límite. Ya sabemos que todo pasa, cambia, se modifica, incluso puede terminar convirtiéndose en su opuesto. ¿Acaso es posible encontrar algo “para siempre”? Somos demasiado impredecibles, nómades, extraterritoriales para cualquier asentamiento que se pretenda eterno. Podríamos pensar a la sociedad intencional no como un modelo sino como una expresión; se trataría de manifestar, documentar, testimoniar la ocurrencia de un experimento deliberado en cierto tiempo y lugar: dejar testimonio de una intención, de un intento. Por eso también se la llama intencional.

Referências

  1. Paradójicamente, Thoreau vivió apenas dos años y completamente a solas en Walden Pond pero su discurso influyó sobre incontable número de migrantes que se establecieron en comunidades rurales en América del Norte.
  2. Véase Virno, P., Gramática de la multitud, pp. 71-73.
  3. Véase Perlongher, N., “Los devenires minoritarios” en Prosa Plebeya, pp. 67-68.
  4. La globalización decretó la muerte de todas las utopías anteriores, pero aun antes de la caída del Muro de Berlín ya se hablaba de los socialismos como utopías (hasta principios del siglo XX se suponía que había un socialismo utópico y otro que no lo era, el célebre “socialismo científico”; luego, todo socialismo pasó a ser utópico). Sin embargo, el capitalismo, la globalización, Internet son también utopías (no-lugares). Por otra parte, si las propuestas de Fourier y otros utopistas del siglo XIX hoy mueven a risa o parecen delirios, conviene recordar que estos proyectos en general no terminaron en tragedias. Resulta difícil reírse de utopías más recientes. ¿O acaso algunos dirigentes montoneros del 73 no eran delirantes? ¿Podríamos reír ya de ciertas consignas de aquellos años? ¿De la “etapa de la persecución del enemigo”, por ejemplo? ¿Y de la autonomía, de las asambleas vecinales del 2002, algo más cerca? ¿No era también fantasiosa esa “comuna de Buenos Aires”? Ojo con las vacas sagradas. El neoliberalismo en Argentina terminó siendo una utopía mucho más trágica, como lo prueba el inevitable derrumbe de la conversión 1 a 1 del peso con el dólar. Fourier no era ningún delirante en comparación al ex ministro de Economía Domingo Cavallo, que en octubre de 2001 repetía ante las cámaras de TV: “La convertibilidad es eterna”.

Bibliografía[]

  • Armand, E., Formas de vida en común sin Estado ni autoridad. Madrid, Orto, Biblioteca de Documentación Social, 1934.
  • Barthes, Roland, Sade, Fourier, Loyola. Madrid, Cátedra, 1997.
  • Jullien, François, Tratado de la eficacia, Bs. As., Perfil, 1999.
  • Perlongher, Néstor, Prosa plebeya. Ensayos 1980-1992. Bs. As., Colihue,1997.
  • Virno, Paolo. Gramática de la multitud, Bs.As., Colihue, 2003.
  • Wagenknecht, Edward. Henry David Thoreau, The University of Massachusetts Press, 1981.



Textos

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